Comentario
El hombre fuerte en Betio era Shoup. Comportándose como un auténtico jefe de división, animando y exponiéndose junto a sus hombres en primera línea y lanzando sus maltrechos batallones en tenaza hacia el Sur para luego barrer el atolón de Oeste a Este, consiguió ir comprimiendo la resistencia japonesa y provocar el cambio definitivo en la iniciativa.
La llegada de nuevos carros, obuses y explanadoras permitió el avance americano. Los cortos cañones de 75 mm de los Sherman, disparando a bocajarro, lograron hacer mella en los fortines acorazados por el coral y los troncos de cocoteros, que se habían revelado inmunes al bombardeo aéreo y naval.
Los japoneses guardaban silencio: sólo se les había oído gritar en sus bunker o cuando salían desesperados para caer frente al fuego graneado de los marines. La flota y la aviación volvieron a martillear los objetivos, máxime ahora en que disponían de un margen más amplio de terreno libre.
En la medianoche del día D más tres, los japoneses estaban condenados. La inextricable maleza de vegetación arrasada y fortines despanzurrados comenzó a vibrar de fugaces siluetas y ruidos que se iban acercando.
Dos medias compañías de hombres, agotados y al límite de sus nervios, se autoinmolaron delante de las líneas de la compañía A de Able y B de Baker, del 1 /6 Jones, la reserva que Smith había desembarcado, como señuelo para tantear las defensas japonesas y distraer su atención.
Durante cuatro horas no sucedió nada. Luego estalló el final. Una avalancha de 500 japoneses, bayoneta calada y granadas en la mano, se lanzó en una carga suicida sobre las líneas del 1/6. Los marines volvieron a agradecer el poder disparar sobre sus enemigos enterrados y se cebaron en ellos. Algunos llegaron al cuerpo a cuerpo en un encontronazo indescriptible.
Cuando todo terminó, unos pocos marines exhibieron varios sables de samurai. Los crisantemos de sus empuñaduras, la flor nacional de Japón, se veían rojos de sangre en la turbia luz del alba. Fueron cuidadosamente limpiados. Valían una fortuna en dinero y en vidas.
Horas después, y tras luchar con los últimos reductos nipones, la bandera de las barras y estrellas era izada en la cima de una desmochada palmera. Muchos miraron su reloj. Eran las 13.30 horas de la cuarta mañana de batalla. Habían transcurrido setenta y seis desde que comenzara todo, pero para los veteranos de Guadalcanal aquello parecía haber durado otros tantos años.
La señal de victoria enviada a Spruance, a bordo del Indianápolis, y a Turner, en el Pennsylvania, pero no significaba que la pelea hubiese concluido.
Durante varios días se aseguró la posesión del atolón saturando de granadas y cargas de demolición los blocaos y phillbox japoneses o, simplemente, sepultándolos bajo toneladas de arena y escombros por los bulldozer. Pasado un tiempo, se volvían a abrir y se apuntaban los japoneses que habían quedado enterrados. En uno de ellos se contaron hasta 150.
Los otros dos objetivos próximos al atolón de Tarawa, Makin y Apamama, fueron conquistados en lo que se calificó como un brillante éxito militar.
En Makin, de los 800 hombres del teniente de navío Seinzo Ishikawa, sólo uno, conmocionado, pudo ser capturado vivo junto con 107 trabajadores coreanos. Los demás murieron o se suicidaron.
Los americanos de la 27.ª División tuvieron 76 muertos y 152 heridos. En cuanto a Apamama, de los 22 japoneses que la defendían, cuatro murieron en el bombardeo y los restantes se suicidaron también.
Pero los japoneses se cobraron con creces la revancha en el mar. En la mañana del 24 de noviembre, un submarino, el I-175, avistó un grupo de tres portaaviones de escolta navegando frente a Makin. Una salva completa hizo blanco en la santabárbara del Liscombe Bay, buque insignia del grupo táctico. El barco se fue al fondo en veintitrés minutos con el contraalmirante H. Mulinix y otros 643 hombres.
En Tarawa, de los 4.836 japoneses que la defendían, sólo se hicieron 148 prisioneros, coreanos en su mayor parte, y heridos la mayoría. Pero cuando se supo en Estados Unidos que 1.115 marines habían muerto (entre ellos 88 desaparecidos) y otros 2.292 estaban heridos o mutilados, la conmoción fue enorme.
¿Más de 3.400 bajas por tres días de lucha y por una insignificante isla? Para algunos, como el Time, Tarawa era ya una leyenda. Para otros, un recuerdo de escalofrío.
Tarawa demostró a los americanos que la conquista de isla a isla, dado el número de ellas y la distancia entre sí, lo mismo podía durar diez años que costar un millón de muertos.
Se imponía un cambio de estrategia. En adelante se atacarían frontalmente los objetivos imprescindibles, lo demás se envolvería y dejaría atrás. En futuros desembarcos se saturarían al máximo las defensas japonesas, se perfeccionarían el fuego y la coordinación aeronaval y los obsoletos equipos TBX y TBY de radio serían sustituidos por otros.
Sin embargo en Iwo Jima y Okinawa, aun con la aplicación de estos criterios, el problema de fondo, el cómo enfrentarse a la fanática determinación del enemigo en la batalla y sus tortuosos y eficaces ingenios defensivos, siguió latente.
En Tarawa, los americanos estuvieron más allá de las puertas del desastre. Pero faltos de Shibasaki, los japoneses no supieron contraatacar la primera noche. Si lo hubieran hecho, muy probablemente los marines habían sido arrojados sobre el coral (sólo les quedaba un regimiento de reserva, el 6.°). Y los almirantes hubieran tenido que bajar a tierra para contener a los samurais, aspecto militar bastante improbable.
Tarawa fue un caos y una matanza, pero abrió los ojos de quienes disponían sobre la vida y la muerte de miles de jóvenes como los que blanqueaban ahora con sus huesos el atolón. Para éstos, la recompensa fue cuatro Medal of Honour (23). Lo mismo podían haber sido cuatrocientas que ninguna, pues unos y otros estuvieron por encima de las medallas.